El sueño de Megástenes



Sipnosis

Carmen Ferrer es una arqueologa española que consigue financiación para realizar una escavación a orillas del mar muerto en busca de un asentamiento paleo-sufi (comunidad originiaria del menor de los tres grupos principales del islam). Allí entra en contacto con la realidad social y politica de Palestina, compleja y conflictiva.

Sin pretenderlo su proyecto se ve envuelto en el juego de intereses, algunos patentes otros ocultos, de los diversos actores del conflicto, y en una apasionada relacion con Bahir, un joven palestino de origen medio español.

Palestina es una tierra convulsa desde tiempos inmemoriales. Un flashback a tres momentos diferentes de la historia de esa tierra nos traen al hoy algunas de las raices del conflicto, asi como las diferentes maneras en que las partes debiles de todos ellos pretenden combatir la situación. Manerasque  a la postre se reproducen hasta nuestros dias en forma de división entre quienes quieren enfrentar la situación de opresión.

El pactismo táctico con el status quo, la lucha radical y violenta contra el, o el aislamiento en una comunidad de puros son las tres estrategias que confrontan contra el poder y entre si, en una amalgama de posturas, grupos y grupusculos, magistralmemte reflejada por los Monty Pyton en la conocida escena de la vida de Brian, que no por cómica, deja de ser terrible.


Carmen y Bahir se descubren meros peones, y sus proyectos y vidas no son más que daños colaterales, en el juego de poder y contrapoder  que se desata en torno a la excavación. A modo de metafora a escala del confllcito.


Lo puedes comprar:

En la web de la editorial 

En Amazon

UN APERITIVO

Seléucia, (actualmente Irak), 307 a.c.

Megástenes estaba profundamente satisfecho, releía por última vez, antes de darlo por bueno, el  fragmento que acababa de escribir.
“No es en venganza por la cruel terquedad de aquellos Gordios, de aborrecido nombre, la causa de la  furia de Zeus, el que amontona las nubes. Esta feroz tormenta, como no viose otra en muchos siglos, es confirmación de su poderoso brazo, para que los hechos ciertos no sean tenidos por falsos. De manera que quien no creía, crea y quien no sabía, alcance conocimiento. Pues los actos y los dichos del  pasado, son sustento, origen y apoyo de las grandezas presentes, y aun más, lo serán de las glorias futuras.
Los extraordinarios hechos y palabras pronunciadas aquella mañana, cuyos ecos, como flecha de Apolo, el del arco de plata, recorrieron el campamento de punta a punta,  eran  dicho de todas las bocas, y regocijo de todos los oídos. 
“Tanto monta cortar que desatar,” se decía, repitiendo la sentencia que Alejandro, el de la magna obra, pronunciara. Y el tiempo confirmó que tanto monta, pues el oráculo fue cierto, y Alejandro rey de Frigia fue, y más aún, emperador del mundo, y conductor del cosmos, de suerte que, fuera de sus dominios, no  hubo hombre ni mujer que tal nombre mereciera, sino bárbaros y  seres que de humana sólo tenían la apariencia.
Llegado había, a  oídos de Alejandro, hijo de Filipo, que en la recién tomada ciudad de Gordión,  viva un boyero que poseía un carro  a  bueyes uncido. Carro y bueyes que, desde tiempos antiguos, venían siendo los mismos, pues los años, ni avejentaban el carro, ni  llevaban los bueyes a arar en el hades, para pasmo de hombres sabios y cólera de aquel que es, para los mortales, el más aborrecido de los dioses; pues, de toda criatura, quiere tener señorío llegado el término de su mortal existencia.
Los tales bueyes uncidos al yugo estaban por un nudo lazado por desconocida mano, de tal complicación que nadie fue, nunca, capaz de deshacerlo, cosa que a la familia del boyero, desde tiempos antiguos, procuraba gran fama y atenciones de todos, vecinos o extranjeros, atraídos por el deseo de ser  merecedores del premio a quien lograra el prodigio. Pues no en vano, Apolo, hijo de Leto y Zeus, inspiró el augurio que aseguraba ser  soberano de Frigia a quien el tal nudo desatara.
Eos, la de los rosados dedos, ya estaba descorriendo el velo de la mañana, cuando Alejandro, escoltado por  doce hetairoi, aligerados de carga y coraza, pues un boyero no era enemigo merecedor de  excesivos pertrechos de guerra, partió hacia la ciudad acompañado de sus  generales Seleuco, quien después sería señor y rey de todos nosotros, y Ptolomeo, el de débil carácter.
 Algunos cronistas llamaron erradamente Gordias a aquel boyero, a buen seguro confundidos por la ciudad que habitaba. Lo cierto es que su  nombre no quedó en la memoria, pues es necesario que la historia escriba lo importante y prescinda de lo superfluo. Por más que aquellos cuyas crónicas ahora refiero, no sepan de la tal necesidad, y escriban y escriban perdiéndose en informaciones estériles y en largos comentarios,  vueltas y revueltas, signos todos de su mal oficio de escritores.
Entrados en la ciudad, y llegados a la casa del boyero, cuyo nombre no ha de ser recordado, como quedo dicho, Alejandro, el amado de Aristóteles, descendió de Bucéfalo, el de la blanca mancha, y pidió ser llevado ante el nudo. Seguido de sus generales, adentrose en el cobertizo que servía de guarda a  bueyes y carro. E implorando al cielo y a Zeus, padre de hombres y dioses, afanose en la tarea de deshacer el complicado lío de cuerda que uncía bueyes, yugo, lanza y carro.
-Oh, señor. -Exclamó el boyero. -Vos que sois principal persona y victorioso general, habéis de compadeceros de este humilde boyero, que tiene por desgracia la propiedad de una yunta inútil, que sustento de mi familia debía ser, pero que a causa de la fama y del augurio que sobre él pesa, nunca puede ser utilizado para su natural función. Pues es constante el trasiego de gentes, casi ninguna tan principal como hoy, pero gentes al fin y al cabo, que nos visitan e insisten en intentar lo mismo que vos-
- Calla, maldito perro. -Intervino  Seleuco, el bien amado por nosotros- No molestes al gran Alejandro con tu sibilina petición, date por bien pagado con su sola presencia, estás ante quien es y será gobernador del cosmos todo, elegido de Zeus- Ya la guardia, alertados por la imprecación del sabio Seleuco, dirigíase hacia el boyero para hacerlo callar a la fuerza, cosa que, a buen seguro habrían hecho, si no hubiera mediado el imprudente Ptolomeo, que ordenó parar la acometida.
-Alto, dejadle en paz. -Gritó a los hombres.- Este carretero sólo reclama lo que es suyo, pues es guardián de un tesoro, que  lo tiene sujeto a su casa, y sin oficio alguno, y cosa infausta es tener un tesoro que no enriquece- Los soldados atrapados entre la disputa de los generales, no sabían si obedecer la orden dada o la implícita. Pues Seleuco, el preferido de Alejandro, no había ordenado prender al boyero, pero si había dado una orden incumplida, pues el imprudente seguía hablando y suplicando algún tipo de pago.
Ajeno al discurrir de aquella escena, Alejandro el del poderoso brazo, temblaba de rabia. Ya sus dedos desollados no habían conseguido mover un ápice el intrincado lío de cuerda, que desafiante uncía lo mismo y con la misma fuerza. Volviose a sus generales con mirada furiosa, pues tentado estaba de abandonar.
Viendo la turbación en el rostro del gran comandante, Ptolomeo, el de los malos consejos, dijo. –Volvamos, Oh señor, raudos al campamento y convoquemos en consejo, a los filósofos y augures que nos acompañan. Ellos determinaran si es esta empresa digna de más empeños, o se trata de brujería, ardid de dioses, o celada para escarnio de los buenos y mofa de enemigos-
Seleuco, el más fuerte de entre los generales, comprendiendo que, de nuevo Ptolomeo aconsejaba mal y obraba aún peor, pues era su prudencia debilidad y no buen hacer. Miró a los ojos de Alejandro y sereno y firme dijo. -Comandante de nuestros ejércitos victoriosos, no serán filósofos ni hombres de religión quienes resuelvan la cuestión del nudo. Si vos y vuestra fuerza, vuestro tremendo poder, ha de ser quien domine el mundo, cuanto más no será capaz de deshacer un simple ato de cuerda. Recordad que es la espada la que somete enemigos, la que construye la civilización verdadera, la espada y no la oración, ni la palabra. Donde la mano no pudo, podrá el afilado hierro. Vuestras manos son palabras, dejad ya de hablar con ese nudo, y demostradle quien es el futuro rey de Frigia, y más.-
Alejandro, el de la corta vida, ante el horror del boyero, desenvainó su espada, y de un tajo resolvió la disputa. Bueyes, yugo, lanza y carro, quedaron cada uno por su lado.
Acercose a sus generales, que se miraban ya con abierta aversión, primero disputados por la osadía del boyero, y después por la manera de resolver el nudoso asunto. – Vamos, generales,- dijo en conciliadora mediación- no discutáis más, “tanto monta cortar que desatar.”
Y era Zeus, el que lanza los rayos y junta las nubes, quien confirmó ante todos la gran verdad pronunciada. Así, en el campamento, soldados, concubinas, filósofos, augures, esclavos y generales, comprendieron como Alejandro, parido por Olimpia, llegaría a gobernar Frigia, y más allá, dado el buen decir de Seleuco, nuestro amado soberano. Él, que de sabios consejos preñó las hazañas de aquel gran comandante.  Que a buen seguro fue tenido por el mismísimo Alejandro por el más fuerte de sus generales. Legítimo heredero de la grandeza de aquel, ya que no de su reino completo, pues las envidias, ardides y manipulaciones de Ptolomeo, el del débil carácter,  y otros inicuos conspiradores, así lo impidieron, forzando la temporal circunstancia de la división, del que ha de ser único reino, bajo la firme mano  de nuestro rey Seleuco.
Pues es sabido, de todos aquellos que verdad saben y no propagan falsas injurias, que el propio Alejandro, caro de Zeus, en el infausto día de su muerte, al ser interrogado por a quien confiaba el mando de su imperio. Carente ya de fuerzas por la terrible calentura que le llevo a la vera de Hades, el que a toda criatura acoge en su reino, afirmó: -“entregarla al más fuerte de mis generales.” Que a buen seguro no podía ser ni  Cratero, del que ni consejos ni hazañas se conocen; ni Ptolomeo, del que los unos si se conocen, pero por su desacierto y las otras, si es que tal nombre merecieren, no son sino germen de derrotas futuras, pues es sabido, que los nudos que quedan sin deshacer, así como los enemigos vivos, no son sino causa de futuros problemas.
Megástenes enrolló el papiro en su cilindro de madera, y lo ató. Era un mero escribiente del palacio de Seleuco I, pero no podía dejar pasar  la oportunidad que el encargo de escribir la vida de Alejandro le proporcionaba. De simple escribiente aspiraba a la secretaria personal de su rey, y desde ahí, quien sabe hasta dónde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario