La sombra de las nubes


SINOPSIS

Aarón, un joven esclavo de origen judío se ve arrastrado a la libertad, y con ella a emprender una aventura vital centrada en el acceso al conocimiento, en el marco de la biblioteca/museo de Alejandría en su momento de máximo esplendor, allá por el siglo III A.C. Biblioteca /museo, entendido como casa de las musas, y no en su actual acepción, en el que al amparo y mecenazgo del faraón Ptolomeo II conviven y trabajan los más importantes filósofos, matemáticos, alquimistas, poetas… de la época. Pero la aventura de conocer nunca está exenta de dificultades, pues el capital cultural, en cuanto instrumento de poder también es controlado por determinados individuos y grupos, que luchan entre sí, pero sobre todo se empeñan en apropiarse del mismo, cerrando el círculo de los invitados a su disfrute. La sombra de las nubes es un viaje al corazón de los procesos de creación, acceso, aprendizaje y apropiación del conocimiento humano. Procesos atemporales, situados en un tiempo concreto, pero sobre todo mítico en relación al saber.


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UN ANTICIPO:

I. POR ORDEN DEL FARAÓN

Alejandría, 276 a. C.

—¿Cuántos tenemos, Zenodoto? —interrogó Ptolomeo.
—A ciencia cierta no lo puedo decir, pero el último recuento ya pasaba de los trescientos cincuenta mil libros —respondió solícito el bibliotecario—. Pero si te interesa el número exacto haré llamar a mi ayudante, él lleva al minuto la contabilidad.
—No, no es necesaria tanta precisión, me sobra tu respuesta, querido Zenodoto, estás haciendo una buena tarea.
—Gracias majestad, solo cumplo con mi obligación y con tus deseos.
—Según lo dices, parece que te resulta una pesada carga —afirmó irónico el Rey—. Solo tienes que pedírmelo y quedaras relevado de ella.
—Sabéis, señor, que preferiría la muerte a ser apartado de la biblioteca.
—Lo sé amigo, lo sé, no tengas cuidado, nunca sería capaz de separarte de tu amado Homero —dijo mientras reía abiertamente.
Era cerca del mediodía, y el palacio relucía al sol. La sala de audiencias reunía al rey y a su fiel bi- bliotecario. Zenodoto había sido nombrado hacía apenas cinco años, cuando el volumen de la biblio- teca creció de manera exponencial. Esta, que nació como apéndice del museo, pronto había demostrado un dinamismo tal, que hizo necesario separar su gestión del resto de la obra fundada por el padre de Ptolomeo II, que con el mismo nombre y el I de ordinal, había reinado en Egipto hasta hacía diez años, cuando abdicó en su hijo, y de cuya muerte habían transcurrido ocho años, siendo el único de los generales de Alejandro Magno que murió de viejo en su cama, probablemente porque fue el único que comprendió la imposibilidad de gobernar en solitario la totalidad del imperio legado por el Macedonio, y se conformó con hacerlo en Egipto.
—Para mí es un honor servir al gran proyecto de vuestra majestad —continuó hablando Zenodoto.
—Y para mí hacer todo lo posible por engrandecer la gran obra de mi amado padre. A él le debo lo que soy y lo que sé —respondió el rey—. Reunir en Alejandría todo el saber de la humanidad, rodearme de los hombres y mujeres más sabios, griegos o no, hará de mi reino el más grande de la historia.
—Sí, pero no debes quitarte mérito, majestad, si bien fue vuestro padre quien inició el museo y la biblioteca, tú la has engrandecido haciéndola resplandecer.
—Gracias, Zenodoto, y tú tienes una buena parte de la culpa, pero dejémonos ya de piropos mutuos, que parecemos dos enamorados, y bien sabes que no eres mi tipo —concluyó Ptolomeo entre risas—. ¿Qué tenemos para hoy?
Era el día de la semana en que Ptolomeo recibía en audiencia a los personajes que sus consejeros habían juzgado necesario presentar ante él. Tenía por costumbre abordar en primer lugar los asuntos del museo y la biblioteca, y eso explicaba la presencia de Zenodoto en la sala. El rey gustaba de aten- der personalmente la mayoría de asuntos de trascendencia, todo lo relacionado con el museo le apasionaba y siempre les daba prioridad sobre otros temas.

—Josafat, es uno de mis traductores. Viene a verte por el asunto de la traducción de la ley judía — respondió Zenodoto.
—¿Todavía andamos con ese asunto a vueltas?, pensé que ya estaba en marcha.
—Sí, señor, y lo está, pero, a juicio de este hombre, las dificultades son insalvables. A mí su postura me parece muy sensata, creo que merece la pena que le escuches.
—¿De qué tipo de dificultades me hablas, Zenodoto?, no comprendo qué puedo hacer yo para despejarlas. No conozco la lengua de los judíos.
—No se trata de dificultades técnicas, es un problema de fuentes. Los pergaminos que tenemos no son fiables, y el conocimiento de la ley de nuestros traductores es deficiente. Josafat piensa que debemos pedir al sumo sacerdote de Jerusalén que nos envíe buenos textos y a algunos rabíes para po- der hacer una buena traducción.
—Comprendo —dijo el rey—, Hacedle pasar.
—Creo que nos conviene, majestad, contar con una buena traducción al griego nos ayudará mucho, el asunto va más allá del prestigio académico.
Esto ya había sido tratado anteriormente en el consejo de Aulés1. Zenodoto recordaba al rey cómo Alejandro Magno había otorgado a los judíos de Alejandría un estatuto especial, en agradecimiento a los servicios prestados en la campaña de Egipto. Les permitió, no solo continuar profesando libremente su culto, sino incluso administrar sus asuntos conforme a su propia ley. Ptolomeo I respetó este pacto, y alentó la emigración de judíos hacia su floreciente capital.
1 Especie de consejo real formado por los más fieles y cercanos al faraón.

Así, en aquel momento el volumen de población judía de la ciudad era muy grande, y controlar o al menos conocer en profundidad los entresijos de la ley, podía resultar una herramienta imprescindible para un gobernante.
Josafat entró en la sala de audiencias y se dirigió, tal y como había sido aleccionado, hasta el punto marcado en el suelo, a una distancia de siete metros del faraón. Allí se arrodilló, manteniendo la cabeza baja y guardó silencio. Estaba un poco amedrentado. La sala de audiencias era un recinto enorme, desproporcionado para sus actuales tres ocupantes, y profusamente adornado al más puro estilo helénico, con multitud de pinturas y estatuas. La de Serapis destacaba por detrás de la figura del Rey.
No era la primera vez que veía a su gobernante, Ptolomeo II tenía por costumbre asistir frecuente- mente a las comidas del museo, pero una cosa era haber comido con él en la misma sala, y otra, tener ocasión de hablar con tanta intimidad. Sumado a aquello, el leopardo que yacía tranquilo a los pies del soberano, no ayudaba al relax. Era evidente que estaba domesticado, además de encadenado, pero los gatos grandotes no eran precisamente, objeto del gusto personal del traductor.
—Levanta, Josafat —dijo Ptolomeo solemne- mente—. Habla, te escuchamos.
Josafat se izó, haciendo un esfuerzo por reponerse. Sabía que no debería andarse por las ramas, ni hacer su petición confusa.
—Gran señor de los dos Reinos. Por encargo vuestro, el grupo de traductores de la biblioteca es- tamos empeñados en ofreceros la mejor traducción posible de la ley judía, pero nuestros esfuerzos pueden resultar vanos.
—Sí, eso ya lo sé, Zenodoto me tiene al día, por
favor ve al grano, ¿qué propones?
—Señor, humildemente creo, que deberíamos
pedir ayuda al templo de Jerusalén. Necesitamos unos buenos originales, los que tenemos son muy confusos, incompletos y en alguna ocasión contradictorios.
—Y también expertos en la ley judía, que ha- blen perfectamente griego —añadió Zenodoto, quien por su estatus de consejero, en las audiencias tenía licencia para hacerlo sin formulismos.
—¿Tú eres judío, no Josafat? —interrogó Ptolomeo—. Y hoy en Alejandría hay no menos de cien mil judíos. ¿No hay entre vosotros quien pueda hacer esto?
—Sí, majestad, soy judío, pero mi familia emigró hace ya tres generaciones. Me temo que como yo, no hay en Alejandría un solo judío que reúna el perfil que precisamos. De hecho, la mayoría de mis com- patriotas, ya no conocen el hebreo, y los que lo conocen no tienen el nivel de griego necesario. Y los que sí tenemos ambas cosas, nos falta conocimiento sobre nuestra propia ley.
—Está bien, confió en ti y en Zenodoto. Si pen- sáis que lo mejor sea pedir ayuda, así se hará. Escribiré una carta de mi puño y letra, que llevarás personalmente al sumo sacerdote de Jerusalén.
—Muchas gracias, gran Ptolomeo, digno hijo de vuestro padre.
—A eso aspiro, amigo Josafat, a continuar y si me es posible, engrandecer su legado. ¿Crees que el sumo sacerdote aceptará?, los judíos sois gente extraña.
—Lo desconozco, la figura del sumo sacerdote de Jerusalén es para mí solamente un mito lejano. —Supongo que llevarle algún regalo puede despejar el camino. Irás acompañado por Andrés. Es
muy hábil como diplomático, igual te sirve de ayuda. —No lo dudo majestad, mis habilidades empiezan y acaban en los libros.
—En un par de días podríamos estar listos —
afirmó el rey—. ¿Será tiempo suficiente para ti?
—Sí, señor, estoy tan ansioso por partir, que
podría hacerlo ahora mismo.
—Bien, bien, no será necesario —concluyó el
faraón—. Zenodoto se ocupará de organizarlo todo y de tenerte al corriente. Ahora, buen Josafat, si no deseas nada más...
Era la frase de cortesía que siempre empleaba el rey cuando las audiencias habían resultado de su agrado. Si no era así, la despedida solía ser, por decirlo de alguna manera, no tan amable.
—Pues ya que su majestad lo pregunta, sí habría otra cosa...
—No canses más al rey, Josafat —interrumpió raudo Zenodoto, compaginando la dulzura en las palabras con una mirada profundamente severa hacia el interlocutor del rey, que, no obstante haberla percibido, no parecía dispuesto a renunciar a su, seguramente única oportunidad en la vida para pedir lo que deseaba.
—Déjale, Zenodoto, nuestro amigo va a emprender un peligroso viaje para servirme, es justo que reclame algo a cambio —alegó el monarca.
Un paso atrás y una inclinación de cabeza de Zenodoto, lo que no significaba que su tensión interior se hubiera relajado, dio pie a Josafat a continuar con su demanda.
—Pues, señor, no pido nada para mí, me basta

con servirte, esa es bastante compensación. No obstante, sí que rogaría un favor que solo el rey puede concederme y que me haría inmensamente feliz.
—Habla con libertad, buen Josafat, no prestes atención al gruñón de Zenodoto.
—Conservo en Jerusalén alguna familia lejana, con la que mi madre tiene aún comunicación por carta. En especial una tía abuela de mi madre, muy mayor ya. Ella cree que aún permanecen esclavos aquí, algunos familiares suyos.
—Eso no es posible Josafat —bramó Zenodoto—. Bien sabes que los judíos no pueden ser esclavos, Alejandro y nuestros faraones les han concedido la ciudadanía.
—Efectivamente, pero se trata de un caso excepcional. He estado investigando, y efectivamente, esas personas aún permanecen esclavas. No sé cómo, pero son, creo, los únicos descendientes de los esclavos que hizo el ejército de vuestro padre en la campaña de Palestina, que aún no han sido manumitidos.
—Siempre es posible que los súbditos ignoren las órdenes de su rey. No sería la primera vez que ocurre. Dime quiénes son y quién es su amo —ordenó tajantemente el faraón.
—Señor, se trata de un tal Aarón y de su ancia- na madre, cuyo nombre aún no pude averiguar, Ambos sirven en casa de Ghión, el sacerdote del templo de Serapis.
Al pronunciar el nombre del sacerdote, Zeno- doto dio un respingo. No así Ptolomeo, cuyos ojos lanzaron un íntimo y apenas perceptible destello de satisfacción.
—Eres generoso, Josafat. Me agrada que no pidas para ti. Confía en tu rey, puedes partir y dar a tu pariente la noticia cierta de la liberación de Aa- rón y su madre. No podrás verlo con tus ojos hasta que vuelvas, pues tu partida es urgente, pero llevas mi palabra, que espero te sea suficiente.
—Más que suficiente, mi señor.
—Ahora, buen Josafat —repitió por segunda vez Ptolomeo—, si no deseas nada más...
—Nada más, buen señor, simplemente serviros lo mejor que sepa —dijo Josafat, mientras se retiraba de la sala de audiencias, caminando hacia atrás, como era preceptivo.
Cuando la puerta se cerró, Zenodoto se dirigió a su monarca.
—Espero, señor, que sepas perdonarme, no esperaba yo esta salida, ya le ajustaré las cuentas.
—No ajustes nada, déjalo estar. Además, incordiar un poco a Ghión me sentará bien. Todo el proceso de mi nueva boda se le está subiendo a la cabeza, y una cura de humildad no le va venir nada mal —concluyó Ptolomeo entre risas.

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